Un nuevo 'planeta' bajo el volcán de La Palma (2024)

Podríamos estar en otro planeta. Una mole rocosa, oscura y desigual se extiende hasta donde abarca la vista, flanqueada por laderas de ceniza negra. Posee la hostilidad de los territorios sin caminos ni vegetación. E idéntico atractivo. Son las nuevas coladas de la isla de La Palma, en el archipiélago canario, originadas durante la erupción que se produjo entre septiembre y diciembre de 2021 y expulsó más de 200 millones de metros cúbicos de material volcánico. Hoy es uno de los terrenos más nuevos de la Tierra.

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A finales de 2021 y con el volcán Tajogaite todavía activo, el sargento Salazar y el cabo Heredia, miembros de la UME (Unidad Militar de Emergencias), recogen muestras de lava líquida en una colada enfundados en trajes ignífugos.

Y probablemente uno de los menos hollados. El tránsito por la mayor parte de la colada aún está reservado a científicos y agentes ambientales. Para adentrarme en él, acompaño a Octavio Fernández Lorenzo, coordinador del Equipo de Espeleología Volcánica de la Federación Canaria de Espeleología, en una de sus expediciones de reconocimiento. Me tiende un casco, comprueba el resto del equipo y la provisión de agua y se dirige con decisión a un punto de la valla en el que un cartel advierte del inicio de la zona de exclusión. La carretera que nos ha traído hasta este punto se corta abruptamente y desaparece bajo el campo de lavas. Atrás dejamos una calzada silenciosa, un par de edificaciones y la marquesina de un autobús que ya no puede ir más allá. Parece como si abandonásemos la civilización.

A los 15 años, Octavio quiso hacer un curso de iniciación a la espeleología. Frente a la oposición de sus padres y de la Federación Canaria de Espeleología por ser menor de edad, solo contó con el apoyo de su hermana. Hoy sigue ejerciendo una actividad que tiene mucho de exploración científica y es, junto con los miembros del Instituto Geológico y Minero de España (IGME), el responsable de la localización, la exploración y el levantamiento topográfico del trazado subterráneo que las coladas dejaron a su paso: los tubos volcánicos.Son las arterias por donde circuló la roca fundida expulsada por los distintos conos volcánicos, abiertos en la dorsal de Cumbre Vieja durante 85 días.

La existencia de estos tubos esculpidos por el recorrido de la lava en su descenso hacia cotas más bajas fue registrada por primera vez en 1843 por el misionero estadounidense Titus Coan. La mayoría de los científicos relacionados con la vulcanoespeleología los denomina tubos volcánicos. Excepto en La Palma. Aquí tienen un nombre mucho más poético: caños de fuego.

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Una sima, o jameo en el lenguaje local, se abre muy cerca del principal centro emisor del volcán. Estas oquedades naturales se producen por el derrumbe parcial del techo de un tubo volcánico y permiten el acceso a su interior. Antes de aventurarse en él, los científicos se ayudan de las mediciones térmicas tomadas in situ.

Un caño de fuego es el equivalente a una tubería por la que circula la lava líquida durante una erupción. Su magnitud no se mide en longitud, sino en desarrollo, la suma de todos sus ramales, ya que pueden llegar a comunicarse entre sí en varias capas superpuestas. Pueden encontrarse en la mayoría de los lugares del planeta donde haya, o haya habido, actividad volcánica, desde Hawai hasta Canarias, pasando por Islandia, Corea del Sur, Japón o Indonesia.

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Los precipitados sulfúricos han cristalizado en el borde del cono principal del volcán. El dióxido de azufre no es el único gas que continúa emitiéndose a la atmósfera. La medición de esta y otras emisiones es crucial para iniciar las exploraciones de campo en un área que sigue restringida a la población.

A diferencia de las cuevas habituales, cuya formación requiere millones de años y la constante filtración de agua disolviendo la piedra caliza, estas cavidades se forman en un instante geológico. Pero no todas las erupciones crean tubos lávicos. Para que se obre la magia de estas formaciones han de cumplirse tres requisitos, y en las proporciones adecuadas: una pendiente que permita que la lava circule con la velocidad necesaria; que la erupción dure lo bastante como para expulsar un volumen concreto de lava, y que esta tenga una temperatura, una composición y un contenido en gases que garanticen su fluidez.

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La araña Oxyopes kraepelinorum Bösengerg es uno de los primeros colonizadores de las nuevas coladas. Este espécimen se encontraba muy cerca de la ladera norte del edificio volcánico principal, en un canal lávico tan pequeño y reciente que todavía no tiene nombre.

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El espeleólogo Octavio Fernández mira hacia el interior del denominado Tubo del Hornito Bonito, una formación geológica creada en la base de la cara norte del cono principal del Tajogaite. En las paredes, los minerales han cristalizado en una concreción blanca cuya composición no se ha acabado de analizar.

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Las condiciones de enfriamiento difieren de un tubo a otro, y son las que permiten o no el acceso a ellos.

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En el interior de estas cuevas volcánicas pueden encontrarse formaciones de estalagmitas de lava como esta de la imagen, que en el argot del sector se denomina castillo.

Los tubos lávicos no son fácilmente identificables a simple vista. Las grabaciones efectuadas por los drones del IGME durante la que fue una de las erupciones más monitorizadas del mundo permitieron intuir su trazado. Aquello fue la fase previa de una exploración que comenzaría mucho antes de lo previsto, en junio de 2022, cuando a los seis meses de extinguirse el volcán los obreros que construían una nueva carretera sobre la colada se toparon con una cueva. Fue entonces cuando David Sanz Mangas, ingeniero geólogo e investigador de Eventos Geológicos Extremos y Patrimonio del IGME, se incorporó a la exploración de los recién nacidos caños de fuego.

«Por datos de campo obtenidos en Hawai, el país con mayores cavidades volcánicas del mundo, suponíamos que la exploración de los tubos podría empezar unos dos años después del fin de la erupción –explica David–. Pero al hacer mediciones en la cueva para garantizar la viabilidad de la nueva carretera, vimos que, aunque con dificultad, se podía acceder a su interior». Enamorado de la naturaleza, la geología y las Canarias, quizá por este orden, a David le cambió la vida la erupción en La Palma, que provocó su traslado al archipiélago y la realización de un antiguo sueño: ayudar a prevenir el riesgo volcánico en unas islas que, erróneamente, creemos dormidas.

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Un techo cuajado de estalactitas de lava que parecen de chocolate fundido caracteriza el interior del Tubo Rojo, así llamado por el color de sus paredes en algunos puntos. Cerca de la entrada que da acceso desde el exterior, Octavio Fernández y David Sanz (a la derecha), del IGME, toman notas en una expedición de campo.

Caminamos despacio. La piedra afilada araña incluso las botas más resistentes, y solo los guantes de trabajo impiden abrasiones y cortes al más mínimo tropiezo. La parte superior de algunas viviendas sobresale heroicamente del mar de piedra oscura vomitada del interior de la Tierra. Octavio recoge un minúsculo piroclasto inmaculadamente blanco y me lo tiende. Es restingolita, documentada por primera vez tras la erupción en la zona de La Restinga de la vecina isla de El Hierro en 2011, cuando cientos de fragmentos de roca blanquecina quedaron flotando sobre el océano dando lugar a un debate científico sobre su origen que, a diferencia de la erupción, aún no se ha extinguido. Aunque más pequeñas y en menor cantidad, se han encontrado también en las coladas de La Palma. Una de las hipótesis es que procedan del primer edificio sobre el que creció esta isla, antiguos sedimentos oceánicos de aquel lecho marino de hace dos millones de años. Mirar ese pequeño fragmento de mineral produce un vértigo inexplicable. David lo define con una frase certera: «Es como asomarnos por una ventana a nuestro pasado».

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La exploración de los caños de fuego aporta valiosa información sobre el enfriamiento de las coladas, clave a la hora de emprender trabajos de reconstrucción; ayuda a comprender la composición del subsuelo, y permite identificar los primeros organismos colonizadores capaces de prosperar en condiciones extremas.

El denominado Tubo Rojo está en una de las coladas que fluyeron hacia la localidad de Todoque en noviembre de 2021. Hace dos años y medio por aquí fluía la lava a más de 1.000 grados. Hoy, el hecho de tener dos entradas abiertas con una separación de unos 60 metros entre sí permite la circulación de aire, que refrigera el tubo como en un conducto de ventilación.

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A veces, la exploración de los tubos volcánicos requiere hacer descensos verticales, como el que David Sanz realiza en una ramificación del tubo conocido como La Sima (en la imagen).

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En el interior del Tubo Rojo las temperaturas rondan los 60 °C hasta donde los equipos han podido acceder a pie.

Avanzamos metro a metro. La combinación de humedad y temperatura proporciona a la cueva la agradable sensación térmica de un hamam. De pronto, tras haber caminado unos 80 metros, Octavio nos ordena detenernos. El calor va en aumento. Apenas unos metros más adelante, invisible a nuestros ojos pero no a la imagen infrarroja del vídeo que toma la cámara termográfica del dron, el tubo se estrecha y muestra una temperatura infernal superior a los 250 °C. En la imagen de vídeo el aire se estremece como en un espejismo. Es un auténtico caño de fuego.

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La amplitud del Tubo Rojo, definida por el caudal de la colada que circuló por aquí en su momento, permite caminar erguido. La temperatura de la pared se toma introduciendo una sonda en un orificio practicado en ella: a 90 centímetros, 260 °C, un valor que no ha bajado desde que se inició la exploración de la cueva.

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Con el edificio volcánico al fondo, la exploración de las nuevas cavidades tiene algo de asomarse al interior de la Tierra. Los científicos calculan que desde que se iniciaron las exploraciones en junio de 2022, apenas se ha catalogado un 10 % de las mismas. En la mayoría de ellas, las altas temperaturas aún impiden el acceso.

Existe un celo guardián entre los espeleólogos y científicos que exploran los nuevos tubos volcánicos, como si se sintieran llamados a proteger un santuario geológico. La erupción de Cumbre Vieja no se cobró vidas humanas, pero cercenó la realidad de una parte de los habitantes de La Palma hasta tal punto que su recuerdo, la visión de la devastación que causó, es para muchos algo aciago. Un paisaje que hay que doblegar. Por eso la ubicación de las bocas al mundo subterráneo aún está envuelta en cierto secretismo.

El campo de cenizas está prístino, sin una sola huella, como un planeta inexplorado.«Lo ideal sería crear una red de senderos señalizados y monitorizados para que todo el mundo pudiera disfrutar de esta nueva riqueza geológica, sin dañarla y sin correr ningún riesgo», se permite soñar Octavio. Camina pendiente de nuestros pasos y se gira ante cualquier crujido sospechoso. La capa de lava solidificada es una tenue galleta de apenas cinco centímetros de grosor que puede quebrarse con nuestras pisadas. Debajo puede haber una burbuja, una grieta donde la temperatura puede superar los 500 °C.

El Hornito Bonito se alza, efectivamente, como un horno artesanal o una construcción infantil hecha en la playa. «Los hornitos son como minivolcanes formados por una lava cargada de gases que han quedado completamente huecos por dentro –explica Octavio–. Este se formó en solo tres días».

Apago el frontal para sentir la oscuridad apenas tamizada por la claridad que se insinúa en la salida del hornito. El silencio y la sensación de soledad son impresionantes. Y sin embargo, existe la posibilidad de que no seamos los únicos seres vivos dentro de las entrañas de este tubo. La exploración de estas nuevas cavidades volcánicas tiene un objetivo más: estudiar la colonización temprana de territorios hostiles por parte de microorganismos extremos.

Ana Zélia Miller, doctora en geomicrobiología del Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Sevilla (IRNAS), es hija de artistas, pero el previsible rumbo de su vida cambió cuando a los 9 años sus padres le regalaron un microscopio. Desde entonces no ha dejado de enfocar con su lente esas pequeñas formas de vida que pasan desapercibidas al ojo humano. En 2014, con 33 años, recibió una beca Marie Curie, que otorga la Unión Europea, para investigar la geomicrobiología en tubos volcánicos de Canarias, las Galápagos e isla de Pascua, y se mudó desde su Portugal natal a España. Sus primeros descubrimientos fueron los peculiares espeleotemas gelatinosos hallados en un caño de fuego de La Palma –Benahoare en la lengua de los antiguos pobladores–, que han aportado valiosa información sobre la vegetación de la isla, y el hallazgo de Streptomyces benahoarensis, una cepa bacteriana identificada como nueva especie en 2022.

Su investigación en especies extremófilas, especialmente bacterias quimiolitótrofas, capaces de obtener la energía para desarrollarse a partir de materia inorgánica, la llevó en 2017 a ser reclutada por la Agencia Espacial Europea (ESA) para el proyecto PANGAEA-X. Su misión era entrenar a los astronautas en la recolección y el análisis de muestras microbianas dentro de un tubo lávico de la isla de Lanzarote, cuyas condiciones se estiman análogas a las existentes en los tubos volcánicos de la Luna o de Marte. Encontrar vida fuera de la Tierra ya no es una quimera. Desde que en 2009 la sonda espacial japonesa SELENE realizara el descubrimiento del Marius Hills Skylight, un «tragaluz» o entrada a uno de los tubos volcánicos de la Luna, la comunidad científica trabaja con las similitudes entre los tubos terrestres y sus homólogos planetarios. Para Miller, la pregunta ya no es si encontraremos vida en otros planetas, sino cuándo.

«Las cuevas marcianas y lunares difieren mucho de las nuestras en lo que se refiere a condiciones ambientales y a gravedad, lo que afecta su tamaño y estabilidad. Sin embargo, su formación y entorno geológico tienen más en común con las terrestres de lo que se podría pensar», afirma el geólogo italiano Francesco Sauro, profesor de Geología Planetaria en la Universidad de Bolonia, director científico de los programas de entrenamiento de astronautas de la ESA y Explorador de National Geographic. Para ilustrar esta realidad, en mayo de 2023 se celebró en Lanzarote la IV Conferencia Internacional sobre Cuevas Planetarias. Allí, expertos de todo el mundo no dudaron en afirmar que, dadas las condiciones de otros planetas o satélites en cuanto a cambios extremos de temperaturas, exposición a la radiación ultravioleta o constante impacto de micrometeoritos, si hay –o ha habido– vida en ellos, esta podría ser microbiana y habitar en tubos de lava. Como en los caños de fuego de La Palma. Sus especiales condiciones de gravedad favorecerían además la existencia de unos tubos de dimensiones colosales, desconocidas en la Tierra.

«La reciente erupción en La Palma nos brinda una oportunidad única de conocer la microbiota pionera en estos tubos de lava recién formados», dice Miller. La geomicrobióloga lidera, en el marco del proyecto MICROLAVA, un grupo de investigadores del IRNAS, del IGME y de las universidades de Almería, Turín y Pablo Olavide de Sevilla. En este campo de investigación, el volcán Tajogaite ha convertido a la isla en un extraordinario laboratorio natural. Ya no se trata de estudiar la microbiología en tubos consolidados con cientos de años de antigüedad, sino, como dice la científica, de «la posibilidad de entender los mecanismos de desarrollo del ecosistema en este tipo de ambientes desde el minuto cero».

Los caños de fuego de La Palma ya están «habitados» en cotas cercanas a la superficie. El equipo de Miller ha identificado bacterias ya conocidas junto con otras pertenecientes a los filos Pseudomonadota y Bacteroidota, aún en estudio, que podrían ser especies nuevas. Una investigación que comienza en el corazón de la Tierra y que tiene unas fronteras muy amplias: tanto en el campo de la exploración espacial como en la biotecnología, con la posible producción de nuevos compuestos antimicrobianos para la industria farmacéutica.

De vuelta a los vehículos, atravesamos de nuevo el campo de coladas con la sensación de haber rozado algo grande, inmersos en un halo de silencio y soledad. En algún lugar de este laberinto por explorar que se extiende bajo nuestros pies quizá se escondan las respuestas a todas las preguntas que quedan por hacerse.

Contemplo la extensión rocosa que se extiende amenazante ante mí. Llueve, pero misteriosamente el agua que forma charcos en algunas partes levanta nubes de vapor al entrar en contacto con otras. Tenemos la ropa empapada, y sin embargo no siento frío. El calor todavía emana de la roca viva.

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Este artículo pertenece al número de Junio de 2024de la revista National Geographic.

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